X. Ángel Navarro

Ángel Navarro Fernández, hijo de Ángel y Concepción, labradores honrados, nació en Cogollos de Guadix, provincia de Granada, el 28 de julio de l935, un día tórrido de aquel verano anterior a una guerra. Cogollos de Guadix es una aldea de unos mil trescientos habitantes, a mil cien metros sobre el nivel del mar, en la cara Norte de Sierra Nevada, entre el río Lugros y el barranco del Bernal. Otros hijos tuvieron Ángel y Concepción: Antonio, Juan, Josefa y Moisés, maestro en Motril.

En la obra, "Por tierras de Granada", de mi hermano Carlos, en su página 89 (Port Royal, Granada, l997), se dice que "la aldea se nos ofrece como un enorme plano antepuesto frente al camino, al que enseguida enseña con desenfado todas las amplitudes desnudas de una gran plaza conectada con otras zonas también amplias. Y, así, el viajero no tiene más que entrar en el pueblo, para enseguida tener ante sí un frontal descarado del mismo, incluida la iglesia. Asimismo la enorme extensión de su plaza, rectangular, y tan poco morisca. Una plaza que yo siempre he creído un fenómeno urbanístico propio de la Reconquista pero que sin embargo he llegado a convencerme que existía ya aquí –como en casi todos los pueblos del Sened– durante el medievo musulmán, por lo menos en su última época..." Habla mi hermano del aljibe musulmán, en buen estado, que existe en la plaza y de la torre de la iglesia mudéjar, copia de la torre de la catedral de Guadix, de ladrillo y balconcillos...

Hace mucho frío en el invierno en Cogollos. Como que el páramo se cubre de nieve y las nubes bajan hasta el suelo. En tiempos, aquello fue romano, luego sería tierra de moros y, hacia l57O, sería poblado por castellanos. La Patrona del pueblo es la Virgen de la Cabeza y, por San Agustín, como en otros pueblos del Marquesado, se corren toros y se torea en la plaza.

Cuando Ángel nació, como decimos, apuntaba una guerra en España, aunque él anduviera lejos de esa noticia. Segundo hijo, su primer descubrimiento fue aquel paisaje desnudo, los pueblecillos próximos, Jeres, Aldeire, Lanteira, La Calahorra con su imponente castillo, dueño del panorama. Las Minas de Alquife, entonces extranjeras. No eran tiempos fáciles. En cuanto echó los dientes, moreno y garboso, se convertiría en pastor de ovejas y se pasaría el santo día por aquellos campos, con sus ovejas y su perro guardián. Dicen que Ángel era un buen pastor. Que tenía bien enseñadas a sus ovejas. Que aunque entraran a pastar en un sembrado, jamás dañaban el trigo ni la cebada, que sólo se iban al mielgo. ¡Cuántos cielos despejados y cuántos silencios tenía Ángel vistos en aquel desierto! ¡Cuánto viento desatado rugiendo como un lobo! Fue allí, en ese paisaje, donde Ángel se hizo soñador y poeta...

Pasión, su mujer, me cuenta cosas de Ángel, y se le nota llena de cariño y admiración. Los dos eran del mismo pueblo y se conocían desde niños, pero nunca pensó que se casaría con él... Lo dice sin parar de reir.

Pasión es Pasión Vega Molero, hija de Dionisio y Encarnación, agricultores como los padres de Ángel. Se casaron en septiembre de l966. Ángel vivía en la calle Clavel y ella en el Barrio Bajo...

—Nos casamos y nos fuimos a trabajar a Barcelona como tanta gente. Pero estuvimos poco tiempo. La madre de Ángel se puso mala y tuvimos que volver...

Pasión, viuda de Ángel, es mujer valiente y bien plantada. Recuerda aquellos años jóvenes y pletóricos.

—Nos reíamos mucho. Con Ángel una tenía que reírse a la fuerza. Siempre se estaba riendo...

Fue un cuñado el que metió a Ángel en esto de los invernaderos.

—Nos vinimos a Las Norias con mucha ilusión. No hubo más remedio que dejar Cogollos y empezar una vida nueva. Conseguimos una parcela y hasta ahora. Había que trabajar mucho. Luego empezaron a llegar los niños, hasta siete, aunque pudieron ser nueve. La primera fue María, que es Numeraria auxiliar del Opus Dei. Luego Ángel, Miguel, Josemaría, Alvaro, Javier y Carmen Rosa, que es también Numeraria auxiliar...

—A Dalías se había bajado media Alpujarra. Eramos como una familia: todos nos ayudábamos... No es verdad que esto lo hayan hecho sólo los extranjeros: esto lo hicimos nosotros con nuestros hijos, –confiesa orgullosa.

Se vinieron a Las Norias, en el Poniente, que entonces era un erial, una solanera no lejos del mar. Los veranos eran mortales debajo de la tela de plástico.

—Pero había que empezar...

La viuda de Ángel tiene el pelo negro como su vestido. Sonríe recordando aquellos días: la tarea que Ángel, acostumbrado a otros aires, se echó sobre sus hombros. Todo tan distinto a lo que había sido su vida de antes...

—Nuestros hijos estuvieron todos en la EFA de Campomar. Ahora, cada uno ha sabido buscar un trabajo para sacar adelante su propia familia. ¡Si su padre los viera!

Le pregunto cómo fue que Ángel se hiciera de la Obra. Se ríe y me dice que por ella.

—Fui yo la que le animé a ir por los retiros que daba la Obra: pensé que le harían mucho bien Y al final, pidió la admisión en la Obra antes que yo... Corría el año l977, casi al principio del gran desarrollo de la agricultura del poniente almeriense.

—También ayudó mucho don Fernando, usted sabe, ese sacerdote de la Obra al que tanto le gustaba volar...

Se refiere a don Fernando Díaz Sintes, que fuera piloto militar.

—Cuando Ángel se hizo de la Obra su vida cambió por completo. Incluso cantaba más... A Ángel siempre le gustó el flamenco. Cantaba por Antonio Molina y lo hacía muy bien. No podía contener tanta alegría...

—Y hacía muchos versos. Se los sacaba de la cabeza. El no escribía nada. Tenía buena memoria.

Le cuento que una vez le oí yo también recitar en Granada, durante unos días de convivencia y formación. Como no escribía, no ha dejado ninguno de aquellos versos.

También le oí cantar y contar anécdotas relacionadas con los favores que le hacía el Padre. Recuerdo el favor del invernadero, aquel viento huracanado que vino sobre el Poniente y peló los techos de plástico de los invernaderos. Aterrorizado por la ruina que se le venía encima, Ángel se puso de rodillas, y le pidió al Padre que por favor librase el suyo. El viento arrollador pasó de largo y siguió su camino...

—Aquello marcó a Ángel. Fue digno de ver –cuenta Pasión–. Todos los agricultores del Poniente vinieron a ver el invernadero de Ángel y no se lo podían creer. Ángel se lo había pedido al Padre a voces y muy sordo tenía que estar el Padre para no oírlo...

Le pido que me hable de aquel favor de la furgoneta, cuando iban de Granada, creo, a Las Norias...

—Llevábamos la furgoneta averiada y el mecánico le dijo a Ángel que si la cogía lo hiciera bajo su responsabilidad. No estaba en condiciones de ir con ella a ninguna parte. Pero teníamos que irnos a Las Norias y Ángel me dijo: Subiros los niños y tú, poneros a rezar el Rosario y vámonos... La furgoneta renqueaba e incluso se nos cayó una pieza por el camino que yo llevé el resto del camino en mis manos. Yo no sabía para qué servía. Todo el camino fuimos rezando el Rosario... hasta que la furgoneta se detuvo al llegar delante de nuestra puerta, en Las Norias... Y allí se quedó parada... Cuando el mecánico la vió no se creía que hubiéramos venido así desde Granada y menos con aquella pieza que todo el viaje yo había traído en mis manos... Era imposible que la furgoneta hubiera podido aguantar ese tirón... Ángel se reía diciendo que el mecánico no sabía que nosotros traíamos un segundo motor, que era nuestro Rosario... Es mucho lo que Dios ha hecho por nosotros... El Padre ha estado siempre pendiente de las cosas de Ángel: cosa que le pedía, cosa que le daba. Era como un hijo consentido... Yo creo que le hacía gracia, y que por eso lo quería tanto...

Estos sucesos hicieron que Ángel percibiera cada vez más cerca la presencia de Dios en su vida. Un Dios capaz de oír al instante, como un supertelégrafo, sus más mínimas señales de socorro cuando lo normal, parece, es que, por vivir por encima de las nubes, arriba, hacia donde miramos, tarde en recibir nuestras señales. Hasta entonces Ángel había mirado para arriba, hacia ese lugar considerado inaccesible e inalcanzable. Pero ahora presentía que Dios tenía que estar muy cerca, cerquísima, cuando podía oírle tan rápido. Por eso se sorprendía muchas veces llevándose la mano al pecho pensando que tenía que ser verdad eso que había oído decir alguna vez, que Dios está dentro de uno mismo. Algo así le pasó también a un hombre tan sabio como San Agustín que tardó años en darse cuenta. Esto le hizo más retraído, más metido en sí, era el gran descubrimiento de su vida. Dios estaba pendiente, no ya de sus palabras, sino del menor de sus pensamientos con la misma celeridad de su corazón...

—¿Y qué cree que pensaba Ángel de ese prodigio?

—Creo que empezó a descubrir como un niño lo que Dios significaba en su vida. Es lo que tantas veces hemos oído: No tengas miedo, soy yo... Estoy a tu lado, me preocupo de ti... Lo que quiero es que no te sientas solo y que igual que tú me has visto quiero que otros me vean también... Creo que fue entonces cuando Ángel empezó a cambiar sin darse cuenta de nada... Dios le llevaba de la mano como a un niño chico...

—¿Y le ocurrieron muchas cosas?...

—Empezó a ser otro...

—Digo si pensaba que todo eso eran casualidades. Ya sabe lo que siempre se suele decir...

—No, no, Ángel tenía mucha fe y aquello eran detalles del Padre. Tenía siempre su estampa en la mano. Decía que el Padre era un padre de verdad y que siempre tenía presentes a sus hijos. Rezaba mucho.

—¿En la casa?

—Su lugar de oración era el trabajo. Se volvió muy piadoso. Rezábamos el Rosario. Se iba al invernadero como el que va a la iglesia...

Hace un sol de justicia. El cielo se ve azul y despejado con ligeras brumas. En los alrededores hiede la tierra levantada, plantaciones secas y podridas, mientras pasa delante de nosotros una furgoneta con unos cuantos “morenos” dentro. Las casas por aquí, casas de labranza, son casi todas nuevas porque hace poco no había nada...

—Yo siempre estoy diciendo a mis hijos lo que les decía su padre, que fueran honrados. Honrados y trabajadores y que miren por sus casas. Que sean buenos cristianos como lo fue su padre. Cuando Ángel estaba enfermo y ya no se podía mover, por aquí pasaba todo el mundo para verle y a nadie dejaba de hablarles de Dios.

Yo mismo recuerdo cuando una tarde de verano, con otros amigos, fuimos a verlo a su casa. Hacía mucho calor y Ángel estaba en su silla de inválido sentado a la sombra de su porche. Ardían los invernaderos a esa hora por el sol. Se alegró de vernos. Le brillaban los ojos de felicidad. Delante, a la altura de su vista, tenía su pequeño retablo con las estampas del Sagrado Corazón de Jesús, de la Santísima Virgen, del Beato Josemaría, de Don Alvaro y de otras devociones suyas... Era el altar de sus rezos permanentes, seguro de que pronto a todos los vería y de que Dios no tardaría ya mucho en venir rodeado de todos ellos para llevárselo con El... Besamos el rostro de Ángel, su rostro doliente, seguros de que estábamos besando a un ángel de verdad, porque era santidad lo que se desprendía de su rostro radiante, iluminado, como el que sabe que ya casi no está aquí. Del interior de su casa salía el frescor de la sombra, el aroma de una casa de labranza, la presencia de su mujer hablándonos quedo de su marido, de su sufrimiento callado, porque no se quejaba de nada, de su espíritu radiante, lleno de Dios...

—Viene mucha gente a verlo –nos contó–. El párroco, don Fermín, le trae la Comunión y le dice aquí la misa dos veces en semana... Hasta el Sr. Obispo, D. Rosendo, ha venido a verlo... Muchas veces tenemos que salir corriendo al servicio de urgencias de la Aldeílla o de El Ejido porque se pone muy malo...

—¿Sufría mucho?

—Sí, pero todo lo aguantaba. Lo llevaba con mucha paciencia, con mucha alegría. Todo lo hacía por Dios. Se había puesto en sus manos...

—¿Estaba triste?

—No, no, ya le he dicho que no. Tenía mucha alegría por dentro. Sólo hablaba de Dios...

Pasión recuerda el día de su muerte. Al morir, tenía Ángel sesenta años, cinco meses y tres días. Falleció en el Hospital de la Cruz Roja, en Almería, y se le enterró multitudinariamente en El Ejido. Muchos agricultores del Poniente fueron a despedir a Ángel Navarro hasta el cementerio, convencidos de que despedían a un santo.

A Ángel se le había diagnosticado un tumor medular, del que fue intervenido en el Hospital Torrecárdenas de Almería. Quedó parapléjico. Sufrió con entereza su enfermedad antes y después de la intervención.

—Ángel era un hombre muy fuerte y todo lo aguantaba, –me dice su viuda–. Nunca se quejó. Ni perdió el humor. Aquellos sufrimientos lo hicieron más santo. Yo había querido llevarlo a Madrid o a la Clínica de Pamplona, pero él no quiso. El caso es que se quedó inútil de cintura para abajo. En una silla de ruedas hasta que murió. Muchas veces, como le he dicho, había que llevarlo al servicio de urgencias. Era un calvario. Pero todo lo sufría con fortaleza. Dios le daba una gracia especial. Sólo nos pedía que le trajésemos gente para que él les hablara de Dios, ya que no podía ir a ninguna parte... Dios estaba siempre en su boca...

—¿Y venía mucha gente a verlo?

—Ya lo creo, venía mucha gente. Como te decía, hasta el. Obispo vino una vez con motivo de unas confirmaciones. Ya conocía a Ángel de una vez que estuvo en la EFA y estuvimos allí los padres de todos los alumnos. Ángel, entonces, le pidió al Obispo que hablara de la Confesión y el Obispo se tiró hablando una hora...

—¿Y de qué hablaba Ángel con la gente?

—Bueno, eso yo no lo sé, porque nos mandaba a todos salir de su cuarto y se quedaba a solas con la persona con la que él quería hablar. No sé de qué les hablaba...

—Y cuando estuvo el Obispo, ¿de qué hablaron?

—Tampoco se lo puedo decir. El Obispo se tiró un buen rato con Ángel, pero de qué cosas hablaron yo no lo sé. Yo sé que el Obispo quería mucho a Ángel...

En febrero, que es un mes de vientos y de nubes como trapos sobre el azul del mar, murió Ángel en Almería.

—Se le dijo la Misa en El Ejido a la que asistió muchísima gente. Todos conocían a Ángel. Nosotros sabemos que Ángel está en el cielo, porque allí era donde él quería ir. Sólo hablaba de eso. Tenía mucha fe y mucho amor a Dios. Conservo su habitación tal como la dejó, con todas sus cosas. Sé que algún día lo harán santo y la gente querrá verla...

—¿Cómo fueron los últimos momentos de Ángel? ¿Qué decía?

—Los últimos días no hablaba nada. Se daba cuenta de todo, pero no decía ninguna cosa. Para mí que estaba esperando que Dios lo llamara en cualquier momento y como si no quisiera distraerse. Días antes llamó a nuestro hijo menor. ¡Javi!..., fue su última palabra. Yo creo que toda su conversación la tenía ahora con Dios, era con Dios con quien más hablaba, estoy segura...

—¿No se quejaba?

—No. Se le veía que estaba contento por dentro. Siempre se había sentido niño mimado por Dios y por el Padre. Sabía que si estaba así era para bien de su alma. Sabía que se iba a la vida verdadera y no tenía miedo...

Don Francisco Molina, sacerdote del Opus Dei que lo trató en esos días, me da el siguiente testimonio de Ángel:

—Yo destacaría de Ángel Navarro su celo apostólico. Su mayor preocupación eran las almas. Tenía que hacer apostolado y no se resignaba a permanecer inactivo en su silla de ruedas. Por eso su grito era que le llevasen gente a su casa para él poder convertirlas. También destacaría su capacidad de sufrimiento. Tenía que sufrir muchísimo con aquel cáncer de médula. En una ocasión, antes de ser operado, vino a confesarse conmigo y me dijo, hoy no voy a poder ponerme de rodillas. Yo, bromeando, conociendo su buen humor, le dije: Vamos, Ángel, no me vayas a ser ahora un quejica... Entonces, ante mi sorpresa, cayó de rodillas a mis pies. Ángel era así. Su afán era llegar a ser santo y no cabe duda que lo ha conseguido. Tenía también un gran sentido del deber. En unas elecciones, estando como estaba, se hizo llevar por sus hijos a un colegio para depositar su voto. Y no digamos en el cumplimiento de las normas de piedad como Supernumerario del Opus Dei...

Me da también su testimonio don Juan Azorín, Supernumerario del Opus Dei de Almería, quien conoció a Ángel y a su familia:

—Ángel tenía un atractivo especial que enseguida me llamó la atención. La primera vez que oí hablar de él, me lo presentaron como pastor. Más adelante se cambió a la agricultura, trabajando en un invernadero con el que mantenía a su familia.

—¿Y cómo era?

—Era un hombre fuerte, lleno de vida. No sé cómo, de la noche a la mañana cayó en la cama y se quedó paralítico de las dos piernas. Cada vez que lo visitaba, terminaba con los ojos llorosos sin poderlo remediar, no sólo por la resignación con que llevaba su enfermedad, sino por las cosas que decía. Creo que todos los que le tratamos conocemos bien ese aspecto suyo. Un día, cuando lo ingresaron en la Cruz Roja, me emocioné tanto, que le dije: Ángel, te necesitamos todos, ¡lucha con fuerza! ¡Tienes que salir de aquí! Sus palabras fueron: Juan, yo hago todo lo que puedo, ¡pero!... Me daba a entender que eso no estaba en sus manos.

—¿Cómo era su sufrimiento?

—Debía sufrir bastante, aunque ninguno nos dábamos cuenta. Siempre nos recibía con una sonrisa y con mucho optimismo. Cuando lo llevaron del Hospital a su casa, fuimos a verlo y, después de sus bromas, en un momento en que nos encontrábamos solos, me dijo: Juan, le estoy pegando unos capotazos al purgatorio “que pa qué”...

—¿Cómo era su apostolado en ese tiempo?

—Todo su afán era que le llevásemos a nuestros amigos. ¿No veis que yo no puedo salir? La verdad es que personas por las que llevábamos tiempo pidiendo sin conseguir nada, después de estar un rato con él, salían cambiadas. Eso pasó con la esposa de un amigo nuestro. No sabemos qué les decía, porque con diplomacia nos pedía que lo dejáramos un momento con esa persona a la que tenía que hacerle un encargo particular... Y en ese ratito de charla le cambiaba el corazón...

—Dime cómo era su fe

—Ángel era un hombre de una fe profunda. Tenía mucha confianza en nuestro Padre, quien le concedía todo lo que pedía por su intercesión. Son famosas las historias del invernadero que se libró del vendaval y aquella otra de la furgoneta averiada. Aunque creo que hay más...

Patricio Martín Arráez, que fue buen amigo de Ángel, me dice de él que era una persona excelente, generoso y dinámico, hábil y de pocos respetos humanos.

—Lo conocí antes de su enfermedad y mantuvimos una buena amistad. Era sencillo, humilde y leal. Siempre que nos encontrábamos, nos parábamos y nos poníamos a charlar de mil cosas, principalmente de los hijos. Pero de lo que más le gustaba hablar era de su preocupación apostólica.

—¿Qué te decía?

—Me preguntaba cómo veía yo a la gente del Poniente, era su mayor preocupación. Me decía que la mies era mucha y los operarios pocos. Un día, ya enfermo, me decía que el Señor debía dejarlo un poco más aquí, en Las Norias, para ver de convertir a tanta gente...

—¿Y tú qué le dijiste?

—Le dije que estuviera tranquilo, que los caminos del Señor nadie los conoce y que en el cielo hay infinitas moradas. Era tanta su preocupación por las cosas que pasaban, que un día le escribió al señor obispo y éste vino a visitarle. Sufría mucho con los malos ejemplos que daba cierto eclesiástico...

—Pero Ángel no era un hombre triste. Ángel era más bien alegre. Le gustaba reír y cantar, muchos le oímos alguna vez...

—Sí, claro, era muy alegre. También le gustaba tomarse su vaso de vino de Albuñol, mi tierra. Se lo pasaba bien y se reía con las cosas que yo le contaba de la política o del apostolado. Ángel era muy español y quería mucho a España. Estaba ya un poco ronco y con mis visitas decía que se le pasaba la ronquera. Pero también sufría...

Patricio calla con un deje de tristeza mientras recuerda los muchos momentos vividos junto a Ángel.

—Le preocupaba mucho la familia. Me preguntaba por mi mujer y por mis hijos –me dice– Me pedía que fueran a visitarle. Sólo conseguí que fuera a verle Pepita. No sé qué cosas le hablaría de Dios, que empezó a frecuentar los medios de formación y un día pidió la admisión en el Opus Dei. Esto es algo que como amigo yo jamás podré olvidar... Muchos como Ángel habrían cambiado al Poniente...

—¿Y no le viste más?

—Me mandaba recado con Pasión, su mujer, para que no dejara de ir por su casa. Se alegraba de verme y de oírme. Lo que más siento en mi vida es que el día que murió no pude estar a su lado y quitarle la ronquera, como él decía. Pero él sabe muy bien lo que le quiero. Le encomiendo mis hijos y me gustaría poder darle un abrazo... Sé que es un santo y que está en el cielo con nuestro Padre. No puede ser de otra manera...

Antonio Moya Somolinos, arquitecto, miembro del Opus Dei, residente ahora en Córdoba, antes en Almería, es persona generosa de corazón y de palabra. Conoció de cerca a Ángel Navarro y recuerda cómo se dio cuenta desde el principio de su talla humana y sobrenatural:

—Ángel Navarro era de Cogollos de Guadix y su trabajo primero fue pastor de cabras y, cuando empezó el desarrollo de los invernaderos, se vino a Las Norias con Pasión, su mujer, y con sus hijos o sin hijos, ahora no recuerdo bien. Ángel pertenecía a la primera oleada de colonos que llegaron al Poniente, de los que se baldaron por sacarlo adelante cargando y descargando cajas de fruta y hortalizas.

Cuando llegué yo a Almería en l984, ya llevaba Ángel varios años en la Obra. Desde las primeras veces que hablé con él, me di cuenta de la talla humana y sobrenatural de Ángel. A sus hijos los había educado en una piedad profundamente cristiana, en la honradez más llana, en la verdad, en la sinceridad y en la alegría. Era el clima que se respiraba en su casa.

Ángel era de inteligencia despierta. Y tenía un afán grande de formarse mejor, para ser un cada día un poco mejor cristiano, y un mejor padre de familia y agricultor... Y esto, mientras sacaba a su familia adelante.

—¿Y su mujer? ¿Qué importancia tuvo Pasión en su vida?

—Bueno, detrás de cada gran hombre siempre se dice que hay una gran mujer. En otra ocasión, en la que las cosas del invernadero no iban tampoco bien –se trata de un tipo de cultivo con muchos riesgos– Ángel no disponía de dinero para hacer la convivencia. Se lo comentó a su mujer y acto seguido apareció ésta con una cantidad de dinero suficiente para que pudiera hacerla. Eran los ahorros para una lavadora, pero no consintió que Ángel no lo tomara, por lo que pudo ir a su convivencia y Pasión siguió lavando a mano un tiempo más.

—¿Cómo se le manifestó la enfermedad?

—La enfermedad de Ángel empezó por unos fuertes dolores en la espalda que resultaron ser un tumor cancerígeno que tocaba la médula espinal. Hubo que operar y a raíz de aquello quedó paralítico de medio cuerpo para abajo. En su casa habilitaron una habitación, la de las niñas, para poner una cama de hospital, en la que Ángel pasaría los últimos meses de su vida. Allí tuvimos largas charlas sobre su vida interior y su afán por ayudar a muchas almas a ser mejores. Enfrente de la cama hizo poner unas estampas que le servían para tener presencia de Dios. Ofrecía sus dolores por las intenciones del Papa y del Prelado de la Obra. Y por la conversión de sus amigos.

Estábamos aproximadamente en el mes de abril de l995. Fueron momentos duros. Me llamó la atención la finura espiritual de Ángel.

—¿Se confesaba con frecuencia?

—Le confesaba un sacerdote de la Obra que iba a su casa todas las semanas y recibía al Señor gracias al párroco, que era muy puntual a la hora de llevarle la Comunión.

—¿Cómo fue evolucionando?

—Los meses corrían y estábamos pendientes de los análisis que le hacían con el fin de saber si la operación que le habían efectuado había logrado frenar el cáncer o si, por el contrario, se le había extendido. Fue en noviembre cuando llegaron los resultados. Me lo dijo Pasión: no había remedio, el cáncer se había extendido y le quedaba poco tiempo de vida.

Había que decírselo a Ángel y su mujer no se atrevía. Después de consultarlo con el director del Centro, un día de noviembre me dispuse a darle la noticia. Me escuchó atenta y serenamente, sin interrumpirme. Cuando terminé de hablar me hizo una pregunta que puso a prueba mis conocimientos teológicos sobre el más allá. Me preguntó si en el cielo sería posible comunicarse con su mujer y con sus hijos. Le dije que mediante el lenguaje que ahora tenemos, no, pero que será posible ayudar a todos aquellos a quienes queremos en la Tierra. Terminada la respuesta comentó la noticia sobre su próxima muerte. Tenía la mirada puesta en el techo, pues estaba tumbado boca arriba. No se dio cuenta de que yo en ese momento me emocioné al oír su aceptación serena y sobrenatural de la muerte.

Un día me llevé la cámara y estuve haciéndole unas fotos con su mujer y con sus hijos. Fueron sus últimas fotos. En todas se le ve sonriente.

Antonio no puede contener su emoción. Cae en la cuenta del poso que Ángel dejó en su vida.

—Tengo que decir que la muerte de Ángel ha influido decisivamente en mi vida personal. Antes de la muerte de Ángel no dejaba yo de tener cierto miedo a la muerte por cuanto tiene de misterio y de oscuro. Sin embargo tengo por cierto que en su agonía Ángel recibió la gracia de una gran paz. Así muere una persona santa en el Opus Dei. Tengo para mí como una de las gracias mayores recibidas en mi vida el haber asistido a la agonía de Ángel Navarro, y no pienso que Ángel sea una excepción: de alguna manera, todo aquel que vive santamente, recibe este premio poco antes de morir. Lo que pasó con Ángel es que fue muy manifiesto y me impresionó sobremanera.

Calla un momento y sonríe...

Como relator de este capítulo dedicado a Ángel Navarro, casi paisano mío, al que tuve la suerte de conocer y abrazar y besar en sus dos mejillas un día que fuimos a verle a su casa de Las Norias, tengo que agradecer la hondura y cariño de los testimonios de aquellos, sus amigos, que tanto le quisieron. Su vida fue como un aire tibio para todos. Ahora entiendo bien eso de la santidad en el Opus Dei, que no está en nada extraordinario, sino en vivir modestamente los acontecimientos de la vida ordinaria. En la santificación de las cosas pequeñas. En contar en cada momento con la presencia de Dios, sentirlo cerca como un amigo, percibir su aliento y su aroma, sentirse a su lado con la humildad de las lamparillas silenciosas que, día y noche, permanecen vivas junto al Sagrario... ¡Qué frescor!... La vida de Ángel fue así como una flor olorosa del camino o como el balido tierno de ese cabritillo de su rebaño, cuando era pastor en su pueblo y soñaba...