Con Paco Jiménez Gutiérrez, Curro, he coincidido en varias ocasiones en Aguadulce y Granada. Delgado, el pelo claro, los ojos atormentados por las cataratas, es hombre afable y humilde. Es de Lújar, en la Alpujarra granadina, a un paso de Órgiva y del mar. Agrícola, como un nido de pájaros, está a más de seiscientos metros sobre el nivel del Mediterráneo.
En Lújar, el padre de Paco regentaba una farmacia y tenía una posada donde paraba la gente ilustre que pasaba por allí. Era muy conocido. Poco antes de nacer Paco, falleció dejando a su viuda con cuatro hijos y el que estaba por nacer. De esto hace ya muchos años, por el l926. Paco nació el 27 de febrero de l927. En Lújar se crió y creció y se casó con una mujer de su casa. Allí nació también su hijo mayor.
Me dice que se casó en su pueblo, donde nació su primer hijo.
—Poco después os vinisteis a Almería...
—Nos vinimos a la Cañada de San Urbano. Me acuerdo bien. Era el l9 de octubre de l958. Me vine de aparcero con don José Fernández Morcillo, un buen hombre. Allí estuvimos diez años.
Los hijos de Paco Jiménez, seis, excepto el mayor, nacieron todos en La Cañada. Esos hijos, casados ya, le han dado hasta ahora catorce nietos...
—Por ese tiempo empezaba a levantarse el Poniente. Había mucho futuro. Fue el momento de dejar La Cañada y venirnos a Vícar... Nos vinimos a La Puebla de Vícar, donde los dos primeros años seguí siendo aparcero. Nos vinimos al Pozo Juan Pedro, que es donde ahora vivimos, compramos un enarenado e hicimos nuestro invernadero.
—¿Cómo era ese tiempo?
—Había que trabajar mucho. Trabajamos todos, mi mujer y mis hijos, no había más remedio. Entonces nadie era rico. Eramos muchas familias...
—¿De dónde procedía toda aquella gente que cambió estos campos?
—Casi todos éramos gente de la Alpujarra granadina. El 80% vinimos de allí. Luego hay gente de otras partes...
—¿Y qué es el Poniente?
Paco sonríe, une las manos y me deja ver sus ojos abrasados por el sol y la intemperie. Sus palabras son envolventes, cándidas, como hechas de la tierra en que trabaja. Tiene ya setenta y cuatro años, pero se mantiene joven...
—¿Te acuerdas del huracán que se llevó todos los techos de plástico menos el de Ángel Navarro?
Vuelve a sonreírme recordando ese día.
—Ese día yo también le pedí a nuestro Padre y el huracán sólo me quitó una esquina...
Vuelve a mi primera pregunta y me dice que el Poniente es la mayor extensión de invernaderos que existe en la zona Oeste de la provincia de Almería...
—¿Y no hay problemas?
—Dicen que falta agua, pero la verdad es que cada vez se cultivan más hectáreas y todas se riegan. Yo creo que estamos encima de un pantano y que tenemos agua para rato...
—Pero algún día...
—Algún día esto se acabará como se acaban todas las cosas de esta vida...
—Luego están los emigrantes...
—Los emigrantes han cambiado el paisaje del Poniente. Dicen que hay más de cincuenta mil. Hay gente extranjera por todas partes...
—¿Y cómo se portan?
—Hubo un tiempo en el que lo pasamos mal. Había mucha inseguridad. Se asaltaban muchos cortijos y había violaciones... Muchos pensamos abandonar el Poniente. Aquí no se podía vivir. Luego estaba también la droga... Claro que entre ellos hay muchas buenas personas, gente trabajadora que, en cuanto reúnen un dinero, se vuelven a sus países y allí emprenden una nueva vida...
—¿No se hace ninguno propietario?
—Por el momento, no muchos.
—¿Vosotros tenéis emigrantes en vuestra parcela?
—Yo no los he tenido nunca, pero un hijo mío sí los tiene...
Hace calor. Por la ventana reverbera el sol que pega fuerte de la pared de la casa de enfrente. Es como una plancha. Le pregunto por los africanos.
—Estos vienen de muchos países. En general, es gente honrada y trabajadora. En el Poniente se les aprecia y se les respeta. Muchos son cristianos y van a misa. Alguno va todos los días. Nunca ha habido jaleos con ellos. Un día vinieron a la iglesia de Vícar a cantar en la misa. Cantaron en español y en su lengua y fue muy emocionante. Los trata mucho el padre Manuel Alegría, al que ellos llaman el Padre Blanco. También ha habido bautizos y primeras comuniones...
—¿Y los magrebíes?
—También hay mucha gente buena...
Le pregunto a Paco por la EFA, concretamente la Escuela de Formación Agraria de Campomar, en Aguadulce, y me dice que dos de sus hijos se formaron allí. Como padre de alumnos formó parte del Comité gestor cuando dirigía la escuela Juan Robledo.
—Fui del Comité cinco o seis años... Fue en la EFA donde yo conocí al Opus Dei...
Primero fue Cooperador de la Obra durante unos años. Más adelante, en l979, con motivo de un viaje que hicieron todos los padres de las EFAs a Zaragoza, solicitó la admisión. Entonces era director de Campomar don Antonio Aniorte Rocamora, que era de Alicante.
Recuerda Paco el viaje a Pozoalbero para ver a don Alvaro y luego a Granada para asistir a la tertulia con don Javier Echevarría...
—Al principio teníamos los círculos en Adra, en la casa de Nicolás Linares. Luego íbamos a El Ejido y a Almería, a la calle Artés de Arcos...
—¿Tu mujer es también de la Obra?
—No. Tampoco son de la Obra mis hijos. Pero en la EFA recibieron una buena formación profesional y humana...
—¿Tú crees que el papel de la EFA ha sido importante en el Poniente?
Paco abre los ojos sorprendido por mi pregunta.
—La EFA ha asegurado el futuro de la agricultura en esta zona. La gente que sale de la EFA es la mejor preparada que hay por aquí... Hoy hay mucha competencia...
—¿Cómo es tu mujer?
No disimula su tristeza.
—Mi mujer hace años que está enferma del mal de Alzheimer. La viene tratando el doctor Caba Lucena, de Almería. Ella vive su mundo. Le encantan la macetas, tiene cientos en nuestra casa de planta baja, una casa de agricultor, y las tiene que es un encanto. Mi casa es un jardín...
Paco me habla de su devoción al Padre. Me habla de Ángel Navarro, su amigo y compañero tantos años, de quien guarda recuerdos imborrables y hermosos.
—Ángel –me dice– era un hombre bueno de verdad. Cariñoso y chirigotero, porque le gustaban mucho las bromas. Cuando estaba enfermo e íbamos a verlo a la Cruz Roja, era él quien nos confortaba. Había aceptado con resignación su muerte. Era un hombre de Dios, fervoroso y muy apostólico...
Se detiene para meditar sus palabras.
—Todos recurrimos a nuestro Padre para cualquier cosa. A todos nos ayuda siempre. Hace poco se estaba muriendo un cuñado mío, hermano de mi mujer, y no encontrábamos un cura para que lo confesara y le diera los últimos auxilios. Mi cuñado estaba ingresado en el Hospital del Poniente. No sabíamos donde acudir porque ningún teléfono contestaba. Entonces pensé en nuestro Padre, que me diera luces... Pero en esto, casualmente, se presentó en el hospital un cura de Adra con el tiempo justo para confortarlo y darle la Unción de Enfermos... El enfermo se tranquilizó y enseguida murió... Y es que Dios escucha siempre cuando se le invoca... No lo puedo olvidar...
Se le saltan las lágrimas cuando dice estas palabras. El rostro de Paco se vuelve cetrino, la mirada perdida. Uno de sus ojos lo perdió en un desgraciado accidente de tráfico hace años. Tiene que operarse...
—Ya tengo cita, –me dice.
Le doy las gracias. Hacía tiempo que no nos veíamos. Prometemos volver a vernos otro día, dentro de unos meses, quizá antes...